lunes, 28 de junio de 2010

Tim Keller y su libro para escépticos







Hace un tiempo, estando en el Crisol del Óvalo Gutiérrez, me llamó la atención un libro publicado por el Grupo Editorial Norma, de caratula negra y letras plateadas, llamado “En Defensa de Dios”. Su autor era un tal Timothy Keller. Al leer más detalles de la contratapa del libro caí en cuenta que el libro no era otro sino la traducción en español de “The Reason for God”, un libro que un amigo, quien había conocido a Keller en persona mientras vivía en la ciudad de Manhattan, me había recomendado leer un tiempo atrás (curiosamente el título del libro de Keller en Español es el mismo con el que han traducido el libro de Karen Armstrong, “The Case for God” de Paidós).

El libro de Tim Keller fue, según la lista del New York Times, un best-seller, ubicándose como el séptimo libro más vendido en marzo de 2008, entre los libros de no-ficción, razón suficiente para que Editorial Norma lo haya publicado en español. Hace unos pocos días, en todos los crisoles de Lima, quedaban poco menos de treinta ejemplares. Hoy día, pasando por el Crisol del Óvalo Gutiérrez, pude constatar que sólo quedaba uno en ese crisol.







“En Defensa de Dios” está principalmente dirigido a escépticos, agnósticos y ateos, y ha sido escrito con mucha acuciosidad, lucidez y cuidado, tomando en cuenta diversas disciplinas como la historia, la filosofía, la física, entre otras. Keller plantea una serie de argumentos en pro y en contra no sólo sobre la existencia de Dios, sino también, en forma más específica, sobre el cristianismo, y sobre aspectos que a mucha gente le resulta difícil de entender como qué implica la salvación por gracia y el porqué del sacrificio de Jesús. Hay también una rica reflexión sobre temas como la libertad, el amor, el relativismo moral. Sorprendente y lúcida es, también, la explicación que hace Keller sobre la esencia de un Dios de amor y su estrecha relación con la idea de un Dios trino.




Su deseo de llegar a un público escéptico lo llevó instalarse, a fines de los 80s, en Manhattan, quizás una de las ciudades con la población más escéptica en todo los Estados Unidos, y levantar su ministerio allí. Hoy en día, 20 años después, su red de ministerios tiene cerca de 6000 asistentes cada fin de semena. Su libro, según cuenta Keller, es, en gran parte, resultado de la interacción con todo ese grupo de gente, sumamente instruída y escéptica que llegó a su iglesia.




En la introducción de su libro, Keller cuenta sus primeras dudas teológicas, -algunas con las que me siento identificado, aunque sin reaccionar con la lucidez que caracterizó a Keller-, así como las distintas visiones cristianas a las que fue confrontado siendo adolecente. Hay, sobre todo, un deseo de buscar y encontrar respuestas a sus dudas y no adormecerse por la duda o por una respuesta que sea simplemente funcional, pero que carezca de sentido y profundidad. Así, en la introducción de su libro, Keller cuenta que:

«Cuando llegué a la adolescencia, a comienzos de los años 60, asistí al curso de confirmación, de dos años de duración, que cubría creencias y prácticas e historia cristianas. Su objetivo era hacer que los jóvenes tuvieran una mayor comprensión de la fe y se comprometieran públicamente. Mi maestro durante el primer año fue un ministro retirado. Era bastante tradicional y conservador, y hablaba con frecuencia sobre los peligros del infierno y la necesidad de tener más fe. Sin embargo, en el segundo año, el instructor era un joven clérigo recién salido del seminario. Era un activista social y albergaba dudas profundas sobre la doctrina cristiana tradicional. Fue casi como recibir instrucción sobre dos religiones diferentes. En el primer año, estuvimos ante un Dios santo cuya ira solo podría aplacarse luego de grandes esfuerzos y de pagar un precio alto. En el segundo año, nos hablaron de un espíritu de amor en el universo, que básicamente nos pedía que trabajáramos por los derechos humanos y la liberación de los oprimidos. La pregunta que más quería hacerle a mi instructor era: “¿Quién de los dos está mintiendo?”. Sin embargo, no se es tan atrevido a los catorce años, así que mantuve mi boca cerrada.

Posteriormente, mi familia asistió a una iglesia más conservadora, perteneciente a una denominación metodista. Durante años, esto fortaleció lo que podría llamarse como el “fuego infernal” de mi formación religiosa, aunque el pastor y los feligreses eran personas maravillosas. Y luego asistí a una universidad de buen nivel, liberal y pequeña del noroeste, que no tardó en echarle agua al fuego infernal de mi imaginación.

Los departamentos de historia y filosofía estaban radicalizados socialmente, y fuertemente influidos por la teoría crítica neomarxista de la Escuela de Frankfurt. En 1968, esto era algo muy emocionante. El activismo social era particularmente atractivo, y la crítica de la sociedad burgesa estadounidense era convincente, pero sus postulados filosóficos me resultaban confusos. Yo parecía estar ante dos alternativas, y ambas tenían algo completamente errado. Las personas más apasionadas por la justifica social eran relativistas morales, mientras que los virtuosos en términos morales no parecían interesarse en la opresión que reinaba en el mundo. Yo me sentía atraído emocionalmente por la primera opción: ¿quién no lo haría? İLiberar a los oprimidos del mundo y acostarse con la persona que deseabas! Pero siempre me hacía la misma pregunta: “Si la moralidad es relativa, ¿por qué no lo es también la justicia social?”. Esto parecía una fuerte inconsistencia de mis profesores y sus seguidores. Sin embargo, pude ver la gran contradicción de las iglesias tradicionales. ¿Cómo podía refugiarme en el cristianismo ortodoxo que apoyaba la segregación en el sur de los Estados Unidos y el apartheid en Sudáfrica? El cristianismo comenzó a parecerme muy irreal, aunque yo era incapaz de encontrar otra forma de vida y de pensamiento que fuera viable.

En aquel entonces no lo sabía, pero esta “irrealidad” espiritual surgía a partir de tres obstáculos que había en mi camino. Durante mis años universitarios, dichos obstáculos se desmoronaron y mi fe se consolidó, influyendo en mi vida. El primer obstáculo era de carácter intelectual. Una serie de preguntas profundas sobre el cristianismo me confrontaban: “¿Qué pasa con las demás religiones? ¿Qué pasa con el mal y el sufrimiento? ¿Cómo puede un Dios bondadoso juzgar y castigar? ¿Por qué creer en algo?”. Comencé a leer libros y argumentos en pro y en contra, y de una manera lenta pero segura, el cristianismo comenzó a tener más y más sentido. En este libro expongo porqué sigo pensando esto.

El segundo obstáculo era interior y personal. Cuando somos niños, la credibilidad de una fe puede descansar en la autoridad de los demás, pero cuando alcanzamos la edad adulta, también hay una necesidad de tener una experiencia personal y de primera mano. Aunque yo había “elevado mis plegarias” durante varios años, y a veces experimentaba una sensación espiritual y estética de asombro al contemplar el mar o las montanas, nunca había sentido personalmente la presencia de Dios. Esto no requería un gran conocimiento de las técnicas para rezar, sino un proceso en el cual aceptara mis propias necesidades, defectos y problemas. Fue doloroso, y como es usual, fue una consecuencia de mis fracasos y decepciones. Necesitaría escribir otro libro para abordar dichos aspectos. Sin embargo, tengo que decir que las experiencias relacionadas con la fe nunca son simples ejercicios intelectuales.

El tercer obstáculo era de carácter social. Necesitaba encontrar a toda costa una “tercera opción”, un grupo de cristianos que se preocuparan por la justicia en el mundo, que estuviera basada en la naturaleza de Dios y no en sus pensamientos subjetivos. Cuando encontré a esa “banda de hermanos” y hermanas (¡igualmente importantes!), todo empezó a cambiar para mí. Estos tres obstáculos no desaparecieron rápidamente y con un orden predeterminado; más bien, estaban entremezclados y dependían mutuamente. No los confronté de un modo metódico. Solo en términos retrospectivos puedo ver cómo actuaban juntos estos tres factores. Como siempre había buscado esa tercera opción, me interesé en conformar e iniciar nuevas comunidades cristianas. Esto significa ministerio, así que entré a él pocos años después de terminar la universidad.»

Comparto mucho de lo que Keller manifiesta. Yo he experimentado de manera especial los dos últimos obstáculos que él señala. Pero, lo más increíble de todo es que, como Keller dice, sólo he podido identificar de manera retrospectiva que estos eran obstáculos importantes para mí. La ironía de todo es que muchas veces no sabemos realmente cuáles son los obstáculos que no nos permiten avanzar y nos mantienen estáticos e inmovilizados.

Más adelante, Keller da un argumento para que tanto escépticos como creyentes se animen a leer este libro:

«Yo les recomiendo dos procesos a mis lectores. Invito a los escépticos a confrontar la “fe ciega” que no ha sido examinada y en las que está basado el escepticismo, y ver lo difícil que es justificar esas creencias ante quienes no las comparten. También invito a los creyentes a confrontar las objeciones personales –y las de la cultura- con respecto a la fe. Al final de cada proceso, incluso si continúas siendo el escéptico o el creyente que has sido, mantendrás tu posición con una mayor claridad y humildad; entonces habrá una comprensión, una simpatía y un respecto por el otro lado que no existían anteriormente. Los creyentes y los no creyentes se elevarán al nivel del desacuerdo en lugar de limitarse a denunciarse mutuamente. Esto sucede cuando cada lado ha aprendido a respetar el argumento del otro en su forma más fuerte y positiva. Solo entonces es seguro y justo estar en desacuerdo. Esto genera civismo en una sociedad pluralista, lo que no es poca cosa».

Un libro altamente recomendable tanto para el ateo, agnóstico y escéptico, así como para el creyente.


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