Las calles del Centro de
Lima están estrechamente ligadas a mi afición por las historietas. La primera
vez que fui solo al Centro sin permiso de mis padres fue cuando tenía 11 años. Fui
a buscar historietas en los vericuetos de aquellas calles estrechas,
despintadas, de muros carcomidos y pisos orinados. De borrachines a plena luz
del día, zigzagueando entre las calles, de un sinfín de negocios desordenados
con avisos mal escritos y llenos de color. Un lugar donde nadie parecía conocer
a nadie, pero en el que sentías que habían muchos ojos mirándote.
Tomé un micro –la línea 152, creo, si la memoria no me falla– de Salamanca, mi barrio, al Centro. Viajé con una mezcla de sentimientos de culpabilidad y de emoción de lo que encontraría allá. Era como ir a la Selva, pero no para encontrar hojas de árboles sino hojas de papel, debidamente encuadernadas, con ilustraciones a todo color o en blanco y negro que, sabía, me sumergirían en un universo de ficción el cual, siempre o casi siempre, solía sentir tan real como la vida misma.
Tomé un micro –la línea 152, creo, si la memoria no me falla– de Salamanca, mi barrio, al Centro. Viajé con una mezcla de sentimientos de culpabilidad y de emoción de lo que encontraría allá. Era como ir a la Selva, pero no para encontrar hojas de árboles sino hojas de papel, debidamente encuadernadas, con ilustraciones a todo color o en blanco y negro que, sabía, me sumergirían en un universo de ficción el cual, siempre o casi siempre, solía sentir tan real como la vida misma.
A los meses, la práctica
de incursionar en el Centro de Lima se me hizo más frecuente. Para entonces, ya
había logrado conocer una serie de “huecos” revisteros donde, perdido entre
todo tipo de publicaciones, encontraba un oasis de
historietas de buen calibre. A veces mis incursiones no me reportaban nada
bueno, pero quedaban bien compensadas por otras que, si bien algo infrecuentes,
me permitían encontrarme con joyas del Noveno Arte.
Recuerdo el local de
Toribio Anyarín sobre el Jr. Puno. Era ése un lugar infaltable para visitar en
cada incursión. El 99% de cosas en él no tenía mayor interés para mí, pero el
1% valía toda la pena de pasar un par de horas buscando la aguja en el
pajar. En este local compré por lo menos un ciento de historietas de
Spider-Man y Conan y, especialmente, de Skorpio Gran Color, –y toda la familia
de Ediciones Récord– la revista argentina que me abrió al mundo de una serie de
personajes de ficción que valoro tanto, aún hoy en día. Fue un antes y un
después en mi adolecencia “historietil”, si cabe el término. Allí empezó un
recorrido y búsqueda de nuevos lugares donde comprar cómics. Este local de
revistas tenía una sucursal sobre Jr. Chancay, muy cerca de la Universidad
Federico Villareal, el cual encontré en una de mis incursiones. Recuerdo, también,
el local de “Albión” (creo que así se llamaba) en la esquina de Av. Abancay y
Av. Cuzco (entonces, recuerdo, se escribía Cusco con z). Como era un local
donde se vendía al por mayor, tenía, literalmente, que rogar para que me
dejaran entrar. Un niño, era evidente, no iba a comprar al por mayor. Pasaba
horas mirando revistas, una por una, hasta encontrar una historieta que valiera
la pena. Habían otros locales sobre Av. Cuzco, Av. La Colmena y las calles aledañas que fueron
mudándose de lugar en lugar a través del tiempo y terminaron perdidos en el tiempo.
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Tampoco faltaban las
librerías como punto de destino Entre ellas, recuerdo especialmente “El Caballo
Rojo”, que estaba sobre la Avenida Colmena, cerca al Parque Universitario. En
esta librería, un oasis historietil en todo Lima, compré mi primera historieta
de “Paracuellos del Jaramá”, “Koolau el Leproso”, “Erase una vez en el Futuro” y tantas otras genialidades
de Giménez, uno de mis ídolos del cómic. Allí conocí, también, el arte de Alfonso Font y, sobre todo, de Moebious. Había, también, un viejo local de “Librerías La Familia” sobre la Av.
Tacna en la cual compré mis “10 años con Mafalda” cuando tenía 11 o 12 años
edad. Fue una compra extraordinaria, una excelente inversión que me acompañó
durante años y a la que cuidé con celo extremo.
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3 comentarios:
Ese nombre Toribio Anyarín me trajo recuerdos de infancia; a veces el alma se pega a ese rincón donde encontramos alegría, quizás una breve felicidad. Tus recuerdos de revistas, sitios y calles también me transportaron a ese pasado de la niñez donde la imaginación, la fantasía son más patentes que la realidad. A mis manos llegaban trozos de historietas sobretodo las argentinas, hubo alguna ocasión que me quede sin saber el final de una buena historia, ni podía salir ni jamás dispuse de dinero para comprar lo que quería en la niñez; pero igual disfrute las historietas que leí, a veces las leía una y otra vez saboreando la historia. Y ese nombre lo recuerdo de la publicidad en la ùltima página de algunas. Ya en la juventud pase por esas calles en dirección a mi trabajo, los borrachos, los orines y los muros despintados seguían allí. Tierno relato.
Hola y muchas gracias por leerme. Me gustó mucho tus recuerdos. Me sentí muy identificado con ellos.
¡Saludos!
Carlos
Creo que aquí hay una grave confusión: O tú te sentiste identificado con mis recuerdos o yo con los tuyos. (Es broma)
¿Has cesado de escribir? ¿Por falta de tiempo? espero que no sea por cansancio o porque crees que no hay lectores. Si es por falta de tiempo, es mal de muchos que gustan de escribir.
Punto aparte, los buenos recuerdos de la infancia, siempre tienden a transportarnos a una bella época.
Justo hoy escuchaba una exposición sobre el trabajo de Mark Twain (Tom Sawyer)
Felicidades Carlos.
Rossana
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