Estos días venía pensando en la poesía, pero no en la que se
presenta como tal, que puede llegar a ser todo lo admirable que es, sino en aquella
que encuentro en las distintas formas de arte. Siempre me ha llamado la
atención mucho más este tipo de poesía: la que encuentro en una novela o un
cuento, en el cine, en las historietas, en las canciones... quizás por lo
inesperado, lo repentino, del mensaje poético.
Me fascina, por ejemplo, la poesía que encuentro en la Literatura
y en los libros. La que hallo en una novela como “Delirio”, de Laura Restrepo, en
el gran amor que le profesa Aguilar a Agustina, su mujer, quien se extravió en
medio de la locura y que él desesperadamente intenta traer de “regreso”. La poesía
que hallo en “Los largos años” y “El marciano”, relatos del maravilloso libro “Crónicas
Marcianas” de Ray Bradbury, quien, sin que uno sepa cómo, deja en el lector una
nostalgia tan grande que no cabe ni en la tierra ni en el espacio exterior. Y
la poesía que encuentro en Farenheit 451, también de Bradbury, en donde los
libros ya no son grabados más con tinta sobre papel, sino con sangre que corre a
través de las venas de personas que, ante la prohibición de un estado
totalitario de reproducir libros (la lectura, teme ese estado totalitario,
lleva a la reflexión y ésta, finalmente, al cuestionamiento del sistema),
decidieron preservar las grandes obras de la literatura memorizándolas. Así, los
libros respiran, caminan, hablan y huyen para salvarse. Me deleita, asimismo, la
poesía que leo en la descripción pincelada y copiosa del llover de “El
Anatomista” de Federico Andahazi, quien nos pinta, gota a gota, el escenario lluvioso
que rodea a Mateo Colón, protagonista de esta gran novela, quien descubre la
fuente de placer de la mujer. Y, desde luego, la poesía que hallo en el amor
que le profesa Florentino Ariza a Fermina Daza en “El Amor en los tiempos del
Cólera” de Gabriel García Márquez, un amor que tuvo que esperar cincuenta años
para ser correspondido.
Y la poesía que hallo en la música, desde luego. Me fascina, por
ejemplo, la poesía de “El espejismo de los sentenciados”, “Vesania”, “Naufragio
de los océanos” y otras canciones de Daniel F, cantautor heterodoxo, subversivo,
iconoclasta. La poesía de, cómo no, “Testamento”, “Cita con Ángeles”, “Llueve
otra vez”, “Ojalá”, “Te doy una canción”,
“Oleo de una mujer con sombrero” y tantas
otras canciones de Silvio, seguramente el más grande genio viviente de la
música. Un poeta. Y la poesía de “Tu parte de adelante” de Andrés Calamaro,
aunque suene medio atrevida para los puritanos -como les puede sonar el libro
de Cantares- pero que bien uno puede dedicársela a su compañera para toda la
vida. Y la poesía de “El tinte de tus ojos” de Frances Cabrel, demasiado
triste, demasiado sentida, pero bella. Y cómo no, la de “La quiero a morir” -del
mismo Cabrel- una canción que trasmite como pocas canciones la adoración hacia
la mujer amada. Y la poesía de varias canciones o pedazos de canciones que
dicen lo que quieren decir de una manera sutil o directa, sencilla o elaborada,
clara o indescifrable, pero que, al fin de cuentas, es capaz de activar
nuestras emociones y sentidos, intelecto e imaginación.
Y la poesía que hallo en el cine, como no podía faltar. Me conmueve,
por ejemplo, la poesía de “Blade Runner”, de Ridley Scott, en aquel final bajo
la lluvia, en la que un “replicante” -especie de humanoide- demuestra que ama la
vida (humana) tanto o más que un propio humano, porque este último suele amar su vida, pero no necesariamente la vida. Sí, en aquel formidable final
donde las lágrimas del replicante se confunden con la lluvia (a quienes nos ha
pasado, hemos agradecido que la lluvia fortuitamente caiga para cubrir nuestras
lágrimas, camuflándolas, escondiéndolas). La poesía que hallo en el también
final bajo la lluvia de “Puentes de Madison” de Clint Eastwood (otra vez la
lluvia como elemento poético), en la que Robert Kincaid, en un momento
memorable de la película, anhela desde su auto -cuyas luces intermitentes en
medio de la noche lluviosa marcan cada segundo cargado de grandes sentimientos-
que Francesca Johnson deje todo y se quede con él. Y la poesía de “Las Alas de
la Paloma”, del cineasta Iain Softley, en la que el amor y la muerte llegan de
la manera más inesperada. Y, por sólo enumerar algunas más de una interminable
lista, la que hallo en “Solas” de Antonio Zambrano, excelente película española,
sentida, cuestionadora; la de “Sol ardiente” de Nikita Mijalkov; la de “La
Misión” de Roland Joffé, donde el perdón, la redención y la lucha por la
justicia cuestan la propia vida; la de “Danza con Lobos” de Kevin Costner, donde
un hombre se da cuenta que no existe cultura, raza o civilización que esté por
encima de la justicia; la de “Los Intocables” de Brian De Palma; la de “Cinema
Paradiso” de Guiseppe Tornatore, todo un homenaje al cine; la de “La Rosa
Púrpura del Cairo” de Woody Allen, mágica y soñadora; la de “Lost in
Translation” (Perdidos en Tokio) de Sofía Coppola; la de “Relaciones
Peligrosas” de Stephen Frears; la de “La vida de los Otros” de F. H. Von
Donnersmarck; la de “Un lugar en el mundo” de Adolfo Aristarain; y tantas otras
películas de cine que ahora no menciono, pero que me conmovieron profundamente.
El buen cine es una fuente de poesía admirable y, a veces, avasalladora.
Y la poesía que hallo en la historieta. Me fascina, por ejemplo, la poesía de “Concierto en arpa y nitroglicerina”, de “Por culpa de una gaviota” y del final de “La Balada del Mar Salado” como la de tantas otras historias del Corto Maltés, marinero peregrino, idealista y entrometido creado por Hugo Pratt, genio del cómic, a quien admiro desde mi adolescencia. La poesía de “Blue” de Spider-Man, una obra maestra de Sale & Loeb, que me conmueve enormemente y que, lo digo sin vergüenza, humedece mis ojos sin comprender cómo puedo haber leído en una historieta de súper héroes una de las mejores historias de amor del cómic. Me sensibiliza la poesía de “Tito”, una de las historias de “Paracuellos del Jaramá” de Carlos Giménez, uno de mis héroes del cómic, un autor con un enorme sentido del humor y drama y a quien tuve la ocasión de conocer en persona. La poesía de varias de historias de “El Condenado” de Saccomano y Madrafina, las cuales, desde mi adolescencia, me dejaron claro que la buena historieta no tiene nada que envidiar a la buena literatura. La poesía de “Piel de Manzana” y tantos otros episodios de “Precinto 56”, saga policial de Ray Collins & Ángel Fernández, a través de la cual discurre el amor contrariado o ridículo –en el sentido que le daría Milan Kundera- de Zero Galván por Tippy Manix. La poesía que encuentro en “El viento de las desgracias” de la saga de Alvar Mayor, creada por Trillo & E. Breccia, que enfrenta al amor con el destino inevitable de la muerte. Y la poesía de “Arrugas” de Paco Roca, una sensible y triste historia sobre el mal de Alzheimer y la demencia senil, y cómo éstos pueden socavar no sólo la memoria, sino también con ella sentimientos como el amor.
Y, finalmente, la poesía que hallo en la vida misma. En el anhelo de
cada día, en los sueños y esperanzas. En la nostalgia. En la sonrisa de la
gente amada. En su felicidad. En la amistad. En el olvido y en el recuerdo. En
el nacimiento de un niño, en la muerte de un anciano. En lo efímero frente a lo
eterno. Pero, sobre todo, en la poesía que hallo en la muerte de un hombre en
la cruz, que siendo Rey, todopoderoso, se hizo frágil, vulnerable al dolor,
sudor, sed, hambre, rechazo y abandono. Quien por amor a su creación soportó
todo ello y se hizo dependiente de una madre terrenal para ser amamantado, alimentado
y protegido, pese a ser quien creó el universo. Entonces, como dice una canción
de Juan Luis, “que me perdone el poeta, pero toda la poesía la encuentro
sobre un madero, y me verso con sus rodillas que riman”…
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