Comparto con ustedes un cuento que hice hace mucho tiempo que recién me animo a publicar. Espero les guste (Carlos Tovar).
El hombre entró como quien entra a un lugar que conoce muy bien. Como quien ingresa a su dormitorio, o a aquel lugar de su casa que más disfruta. Sólo que esta vez no era ningún lugar de su casa, era un club de ajedrez. Uno vetusto y pequeño, como todos los clubes de ajedrez de la ciudad de Lima. Uno que él frecuentaba desde hace más de cuatro décadas.
Su raza negra le ayudaba a esconder muy bien que sobrepasaba los setenta años. Tenía el pelo gris, la cara adusta y un caminar cadente, pero determinado. Al lado de él marchaba una dama blanca. Ella, aunque menor, parecía varios años mayor que él. Los años que él aparentaba haber sorteado, ella parecía haberlos ganado. Su caminar era cansado. Y mientras andaba, medio arrastrándose, medio jadeando, miraba con ternura al hombre que tenía al lado. Al que acompañaba en ese ritual todos los lunes de cada semana, desde muchos años atrás, tantos que ya había perdido la cuenta.
Andrés, ese era el nombre de él, avanzó hacia la sala de juego y tomó asiento. Mariana, así se llamaba ella, asió una silla y, como era su costumbre, la puso lo más cerca de Andrés y se sentó en ella. Hurgó en su cartera y sacó un ovillo de lana y unos palos de tejer. Empezó a tejer como contando el tiempo. Como tratando de relajarse antes de ver que su marido empiece a jugar.
Andrés, como era su manía, empezó colocar y recolocar las piezas de ajedrez sobre el tablero, como si las piezas, habiendo cobrado vida propia, se hubieran movido de su lugar y necesitaran ser recoladas. En momentos como éste cruzaban por su memoria todos los torneos que había ganado en un pasado que ahora le resultaba demasiado lejano. Aquellos recuerdos pasaban por su cabeza con la misma rapidez con la que, en sus años mozos, solía calcular complicadas variantes de ajedrez. Mientras se encontraba absorto en sus recuerdos, repentinamente, su oponente apareció delante de él, como si una de las fichas hubiera cobrado vida y emergido del tablero para desafiarlo. Su rival apenas superaba los veinte años de edad. Con un mal disimulado desdén, Andrés sólo le extendió la mano y dijo: “¿listo?”. “Listo”, le respondió su joven rival. Cuando se sigue jugando ajedrez a tan avanzada edad, se decía así mismo Andrés antes de empezar cada partida, uno se acostumbra jugar con rivales siempre menores.
A veces jugaba con determinación y seguridad, otras con temor y nerviosismo. Hoy empezó a jugar con determinación. Sentía deseos de ganar. De irse a su casa con una victoria. Cada vez que jugaba colocaba las piezas con fiereza sobre el tablero, que más parecía que estuviera estampando sellos sobre éste. Su rival de turno, aunque muy joven, jugaba con mucha serenidad y con cierto aire despreocupado. Sus ojos se levantaban de vez en cuando para ver la cara Andrés. Cuando movía una ficha, se ponía en pie y alejaba de la mesa, distrayéndose con las partidas de otros jugadores presentes en el club. Parecía importarle poco su partida con Andrés.
Al cabo de varias jugadas y más de dos horas de juego, Andrés, con mucho esfuerzo, había obtenido una clara ventaja. Estaba radiante de felicidad. Su joven rival se sumergió en un largo momento de reflexión típico del que se encuentra perdido y espera un milagro. Muy común entre los ajedrecistas. Su poca experiencia le bastaba para saber que, cuando se juega contra un rival muy mayor, esos milagros son posibles. Sabía de sobra que las horas de juego crean lagunas en los cálculos de los ajedrecistas mayores, pudiendo echar a perder partidas en las que van ganando. Así que inesperadamente (o no tan inesperadamente), Andrés, en una posición ganadora comete un error y echa a perder la partida. Lo que unos momentos atrás era una victoria está ahora a punto de convertirse en una dolorosa derrota.
Por la expresión de su rostro, se podía adivinar que Mariana entendía que su esposo estaba perdiendo. Nadie podía saber si era porque comprendía el ajedrez, de tantas partidas que había visto jugar a Andrés, o porque lo deducía al ver la cara de él. Esa cara que, cuando estaba perdido, fruncía el ceño, hinchaba sus mofletes y juntaba los labios hacia arriba. En esos momentos, Mariana sufría por Andrés, como si él fuera la encarnación del rey que estaba a punto de ser aniquilado. Miraba hacia abajo como resignada y continuaba tejiendo.
Al cabo de unos minutos, Andrés se rindió. Se paró bruscamente y dijo: “yo debería haber ganado esta partida”. El muchacho no dijo nada. Empezó a juntar sus cosas para marcharse, pero Andrés lo detuvo con la siguiente propuesta: “Juguemos unas partidas rápidas”. El joven aceptó gustoso.
Se sentaron a jugar y pasó lo mismo que en la partida anterior. Andrés estaba ganando pero arruinó su ventaja de nuevo. Y pasó otra vez. Y otra vez más. Y otra más. Mariana suspiraba resignada porque sabía que Andrés no querría marcharse sin ganar una partida. Pasó una hora y otra, y Andrés no conseguía su objetivo. Al cabo de una hora, para sorpresa de Mariana y del mismo joven, exhausto, Andrés decidió marcharse. Agarró sus fichas, su tablero, su reloj de ajedrez, le hizo una mueca a Mariana como rogándole que abandonen el lugar, y empezó a andar hacia la puerta. Iba callado, melancólico. Empezó a subir las escaleras con pesadez, como si haber perdido esas partidas lo hubiera envejecido por lo menos diez años. Mariana lo acompañaba aliviada de poder marcharse, pero resignada a oír el resto del día sus quejas por no haber ganado una sola partida. Comenzaron a subir los cinco peldaños que dan a la salida del club. De pronto, al llegar al último peldaño, empezaron a desfilar ante Andrés los recuerdos de sus victorias más memorables, como la vez que venció a un campeón nacional con un brillante sacrificio de dama, o como cuando hizo rendirse a un conocidísimo maestro internacional cubano en sólo 20 jugadas. Como si hubiera descubierto la jugada ganadora, Andrés miró a Mariana, le lanzó una mirada suplicante que sólo ella entendía, giró la cabeza hacia atrás, y empezó a caminar de regreso hacia la sala de juego. Ante el asombro del joven muchacho, Andrés se sentó frente a él y empezó a colocar las piezas sobre la mesa de juego con una velocidad tal que revelaba que lo había hecho una y mil veces. Al terminar de colocarlas, miró al muchacho a los ojos y le dijo: “esta vez te ganaré”. El joven no dijo nada, sólo empezó a jugar, asintiendo así a la propuesta que le lanzaba Andrés. Mariana, como si existiera un pacto entre ella y Andrés, sonrió sacudiendo la cabeza, se sentó al lado de él, sacó el ovillo de lana más grande que encontró en su bolso y empezó a tejer.
El hombre entró como quien entra a un lugar que conoce muy bien. Como quien ingresa a su dormitorio, o a aquel lugar de su casa que más disfruta. Sólo que esta vez no era ningún lugar de su casa, era un club de ajedrez. Uno vetusto y pequeño, como todos los clubes de ajedrez de la ciudad de Lima. Uno que él frecuentaba desde hace más de cuatro décadas.
Su raza negra le ayudaba a esconder muy bien que sobrepasaba los setenta años. Tenía el pelo gris, la cara adusta y un caminar cadente, pero determinado. Al lado de él marchaba una dama blanca. Ella, aunque menor, parecía varios años mayor que él. Los años que él aparentaba haber sorteado, ella parecía haberlos ganado. Su caminar era cansado. Y mientras andaba, medio arrastrándose, medio jadeando, miraba con ternura al hombre que tenía al lado. Al que acompañaba en ese ritual todos los lunes de cada semana, desde muchos años atrás, tantos que ya había perdido la cuenta.
Andrés, ese era el nombre de él, avanzó hacia la sala de juego y tomó asiento. Mariana, así se llamaba ella, asió una silla y, como era su costumbre, la puso lo más cerca de Andrés y se sentó en ella. Hurgó en su cartera y sacó un ovillo de lana y unos palos de tejer. Empezó a tejer como contando el tiempo. Como tratando de relajarse antes de ver que su marido empiece a jugar.
Andrés, como era su manía, empezó colocar y recolocar las piezas de ajedrez sobre el tablero, como si las piezas, habiendo cobrado vida propia, se hubieran movido de su lugar y necesitaran ser recoladas. En momentos como éste cruzaban por su memoria todos los torneos que había ganado en un pasado que ahora le resultaba demasiado lejano. Aquellos recuerdos pasaban por su cabeza con la misma rapidez con la que, en sus años mozos, solía calcular complicadas variantes de ajedrez. Mientras se encontraba absorto en sus recuerdos, repentinamente, su oponente apareció delante de él, como si una de las fichas hubiera cobrado vida y emergido del tablero para desafiarlo. Su rival apenas superaba los veinte años de edad. Con un mal disimulado desdén, Andrés sólo le extendió la mano y dijo: “¿listo?”. “Listo”, le respondió su joven rival. Cuando se sigue jugando ajedrez a tan avanzada edad, se decía así mismo Andrés antes de empezar cada partida, uno se acostumbra jugar con rivales siempre menores.
A veces jugaba con determinación y seguridad, otras con temor y nerviosismo. Hoy empezó a jugar con determinación. Sentía deseos de ganar. De irse a su casa con una victoria. Cada vez que jugaba colocaba las piezas con fiereza sobre el tablero, que más parecía que estuviera estampando sellos sobre éste. Su rival de turno, aunque muy joven, jugaba con mucha serenidad y con cierto aire despreocupado. Sus ojos se levantaban de vez en cuando para ver la cara Andrés. Cuando movía una ficha, se ponía en pie y alejaba de la mesa, distrayéndose con las partidas de otros jugadores presentes en el club. Parecía importarle poco su partida con Andrés.
Al cabo de varias jugadas y más de dos horas de juego, Andrés, con mucho esfuerzo, había obtenido una clara ventaja. Estaba radiante de felicidad. Su joven rival se sumergió en un largo momento de reflexión típico del que se encuentra perdido y espera un milagro. Muy común entre los ajedrecistas. Su poca experiencia le bastaba para saber que, cuando se juega contra un rival muy mayor, esos milagros son posibles. Sabía de sobra que las horas de juego crean lagunas en los cálculos de los ajedrecistas mayores, pudiendo echar a perder partidas en las que van ganando. Así que inesperadamente (o no tan inesperadamente), Andrés, en una posición ganadora comete un error y echa a perder la partida. Lo que unos momentos atrás era una victoria está ahora a punto de convertirse en una dolorosa derrota.
Por la expresión de su rostro, se podía adivinar que Mariana entendía que su esposo estaba perdiendo. Nadie podía saber si era porque comprendía el ajedrez, de tantas partidas que había visto jugar a Andrés, o porque lo deducía al ver la cara de él. Esa cara que, cuando estaba perdido, fruncía el ceño, hinchaba sus mofletes y juntaba los labios hacia arriba. En esos momentos, Mariana sufría por Andrés, como si él fuera la encarnación del rey que estaba a punto de ser aniquilado. Miraba hacia abajo como resignada y continuaba tejiendo.
Al cabo de unos minutos, Andrés se rindió. Se paró bruscamente y dijo: “yo debería haber ganado esta partida”. El muchacho no dijo nada. Empezó a juntar sus cosas para marcharse, pero Andrés lo detuvo con la siguiente propuesta: “Juguemos unas partidas rápidas”. El joven aceptó gustoso.
Se sentaron a jugar y pasó lo mismo que en la partida anterior. Andrés estaba ganando pero arruinó su ventaja de nuevo. Y pasó otra vez. Y otra vez más. Y otra más. Mariana suspiraba resignada porque sabía que Andrés no querría marcharse sin ganar una partida. Pasó una hora y otra, y Andrés no conseguía su objetivo. Al cabo de una hora, para sorpresa de Mariana y del mismo joven, exhausto, Andrés decidió marcharse. Agarró sus fichas, su tablero, su reloj de ajedrez, le hizo una mueca a Mariana como rogándole que abandonen el lugar, y empezó a andar hacia la puerta. Iba callado, melancólico. Empezó a subir las escaleras con pesadez, como si haber perdido esas partidas lo hubiera envejecido por lo menos diez años. Mariana lo acompañaba aliviada de poder marcharse, pero resignada a oír el resto del día sus quejas por no haber ganado una sola partida. Comenzaron a subir los cinco peldaños que dan a la salida del club. De pronto, al llegar al último peldaño, empezaron a desfilar ante Andrés los recuerdos de sus victorias más memorables, como la vez que venció a un campeón nacional con un brillante sacrificio de dama, o como cuando hizo rendirse a un conocidísimo maestro internacional cubano en sólo 20 jugadas. Como si hubiera descubierto la jugada ganadora, Andrés miró a Mariana, le lanzó una mirada suplicante que sólo ella entendía, giró la cabeza hacia atrás, y empezó a caminar de regreso hacia la sala de juego. Ante el asombro del joven muchacho, Andrés se sentó frente a él y empezó a colocar las piezas sobre la mesa de juego con una velocidad tal que revelaba que lo había hecho una y mil veces. Al terminar de colocarlas, miró al muchacho a los ojos y le dijo: “esta vez te ganaré”. El joven no dijo nada, sólo empezó a jugar, asintiendo así a la propuesta que le lanzaba Andrés. Mariana, como si existiera un pacto entre ella y Andrés, sonrió sacudiendo la cabeza, se sentó al lado de él, sacó el ovillo de lana más grande que encontró en su bolso y empezó a tejer.
1 comentario:
Que dulce! Has concluido el cuento en el punto exacto y le has concedido larga vida a Andrés, junto a su reina Mariana!!!! Realmente, te felicito si aún no eres escritor, deberías dedicarte a ello, aunque no ganes mucho dinero; nada como el placer de hacer lo que nos gusta, y de seguro tu reina te acompañará también hasta el fin de la partida. Me has causado una notable sorpresa y alegría.
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