Una de las cosas que como seres humanos más anhelamos es ser libres. Concebirnos y sentirnos seres libres. Sólo en libertad podemos volcar la esencia de nuestro ser, manifestarla y proyectarla hacia los demás. Existir y sentir plenamente. Ser nosotros.
Lo primero que pensamos cuando anhelamos ejercer nuestra libertad es el poder decidir por nosotros mismos lo que queremos hacer y cómo queremos hacerlo. Ciertamente actuar así puede ser un ejercicio de libertad, pero también de esclavitud. Me explico: la libertar de actuar no es lo mismo que ser libres, aunque se tienda a asumir que se trata de lo mismo. Podemos actuar soberanamente, sin aparentes limitaciones, pero conducidos por nuestros recelos, fobias, impulsos o rencores. Lejos de ser libres terminamos arrastrando cadenas. La libertad, antes que nada, consiste en ser libres de sentimientos que nos encadenan, que nos atan de manera sutil pero profunda, que nos impiden ser verdadera y auténticamente nosotros y ser mejores personas.
La mayor parte de las veces, estos mutiladores de libertad aparecen tempranamente en nuestras vidas, siendo pequeños aún, tanto que muchas veces no somos capaces de darnos cuenta que están allí, que conviven con nosotros y que nos dominan. Con pequeños eslabones van construyendo cadenas que, con el paso del tiempo, tienden a ser gradualmente más largas y pesadas. Parecería incluso que es casi imposible crecer sin arrastrar alguna cadena.
Cuando somos niños somos más libres, pero también más susceptibles a que se nos causen heridas que luego nos quiten libertad, nos predispongan a ciertas conductas en nuestra vida posterior. Las heridas creadas en un niño lo pueden condicionar a actuar en su vida adolecente y adulta de manera destructiva para con los demás y para consigo mismo (lo destructivo termina siendo, además, autodestructivo). Conforme crecemos van haciéndose más fuertes o apareciendo nuevas, producto de malos hábitos desarrollados durante nuestra vida adolecente o adulta, o, repentinamente, producto de un trauma. Algunos podemos terminar siendo esclavos del rencor y la intolerancia. Algunos otros, de la mentira y la infidelidad. Otros, de la ira y los deseos de venganza.
Todos estos sentimientos son cadenas que merman nuestra libertad, y aunque tal vez son menos visibles que aquellas causadas por la dependencia al alcohol y las drogas, pero no menos esclavizadoras que ellas. Entre todas ellas hay tres grandes esclavizadores y mutiladores de nuestra libertad a las que me referiré: la mentira, el rencor y la codicia. Son cercenadores de nuestra libertad porque nos afectan en lo más íntimo y trastocan nuestra capacidad de relacionarnos con nuestros pares, de vivir en paz. Calan tan profundo en nosotros que a veces es difícil saber que están ahí, cimentadas a través de los años, desde niños, pero que, finalmente, terminan reflejándose en nuestros actos y en nuestra forma de actuar con el resto de personas.
El rencor nos ata y une a la persona que nos ofendió de una manera intensa. Por paradójico que resulte la persona que menos queremos tener cerca resulta ser la más cercana mientras guardemos rencor por ella. El perdón, por el contrario, nos libera. Nos libera incluso si la persona a la cual perdonamos no es consciente del daño que nos causó, o aun si ni le interesa nuestro perdón. Sin embargo, como el rencor es un sentimiento tan profundo y entremezclado con otros sentimientos, perdonar es mucho más complicado que el sólo desear perdonar. Sólo cuando nos damos cuenta que el perdón es primordialmente un acto de piedad hacia nosotros mismos, es que tenemos mejores posibilidades de ejercerlo como un acto de libertad. La mentira es también una gran mutiladora de nuestra libertad. Una mentira nos lleva a otra y a otra y a la construcción de una vida basada en el engaño y dependiente de él. Cuando mentimos somos incapaces de ser libres porque no somos capaces ni siquiera de ser libres de nuestras falsedades. Y pueden crecer al punto que llegamos a ser dependientes de ellas y creernos nuestras propias mentiras para poder sentirnos bien con nosotros mismos. Mentir es no aceptarse así mismo, avergonzarse de uno. La verdad, por el contrario, es liberadora y es, como explico luego, la mejor arma para empezar a ser libres. La codicia, por su parte, ata nuestra libertad a los deseos de riquezas, de lo material, matando el valor que debiéramos darle a nuestras relaciones personales porque condicionamos nuestro bienestar a lo material. Cuando codiciamos, nuestra necesidad y dependencia crece. Perdemos libertad. [El dinero no puede comprar nuestra libertad, sino, por el contrario, convertirse en una cadena más de dependencia. Las “libertades” que alcanzamos con dinero son falsas libertades. La comodidad no es libertad]. La codicia nos envilece, nos trae frustración, nos confronta con el resto y con la realidad. Nos trae ansiedad, nos quita paz.
No nacemos con estas cadenas, sino que se agregan nuestras vidas. Debemos sacarlas de nuestras vidas, si queremos ser verdaderamente libres. Para lograr una libertad que dependa más de lo que sentimos que de lo que hacemos, porque la libertad se manifiesta más en lo que sentimos que en lo que hacemos. Una libertad que debiéramos sentir aun si estamos entre cuatro paredes. Solos o acompañados. Con dinero o sin él. Para ello lo primero es aceptar que esas cadenas existen y que nos pesan. Encararlas con verdad. La verdad nos libera, nos quita peso de encima. Cuando nos confrontamos con la verdad es cuando empezamos a ser verdaderamente libres. La verdadera libertad que debiéramos desear, primero que nada, es aquella que aun en ausencia poder decidir a dónde ir o qué hacer, ―ya sea por limitaciones materiales, físicas o circunstanciales―, nos permite recuperar nuestra naturaleza y esencia. Nuestro ser humano. Y vivir en paz.