domingo, 4 de mayo de 2014

El disfrute del arte

No creo en marcianos, pero me maravilla el libro de ficción "Crónicas Marcianas" de Ray Bradbury. En "Aunque siga brillando la luna", uno de los cuentos de este gran libro, un terrícola y un marciano tienen dos formas de ver un cuadro: 

“Un hombre de la Tierra piensa: ‘En ese cuadro no hay realmente color. Un físico puede probar que el color es sólo una forma de la materia, un reflejo de la luz, no la realidad misma’. Un marciano, mucho más inteligente, diría: ‘Este cuadro es hermoso. Nació de la mano y la mente de un hombre inspirado. El tema y los colores tienen vida. Es una cosa buena’”. 

Me parece un gran ejemplo de cómo, muchas veces, tratamos de razonar sobre cosas que no están hechas para razonar, sino para percibir, disfrutar, agradecer. El arte, por ejemplo. Si bien hay una teoría del arte, resulta absurdo supeditar nuestro gusto a esa teoría. Más, incluso, porque la teoría cambia. En todo caso, la teoría está, desde mi punto de vista, para "explicar" por qué algo nos gusta o no, cosa distinta a condicionar nuestro gusto. Yo jamás supeditaría mi gusto a una teoría. 

La percepción de belleza, por ejemplo, dicen los teóricos de la estética, tiene mucho que ver con la simetría. Y parece que sí, pero si eso fuera siempre así, ¿dónde quedaría la escuela cubista, que se caracteriza precisamente por su asimetría? Las teorías son reemplazadas por nuevas teorías. Eso siempre ocurre. Nuestros gustos no pueden estar supeditados a esos cambios. 

Muchas veces veo un cuadro y otro casi idéntico, pero el primero me gusta y el segundo no. Luego descubro que la única diferencia entre ambos es un punto. Da lo mismo, a efectos de disfrutar, que no lo hubiera descubierto. Y menos importa aun si alguien teoriza sobre el punto y su efecto estético en el cuadro. 

Uno puede no tener la menor idea de cómo se forma la lluvia, pero, con toda seguridad, contemplar la belleza de una tarde lluviosa... Millones de personas, durante generaciones, han visto las estrellas sin saber ni entender qué son (en el sentido de la Astronomía moderna de lo que son) y ello no ha impedido que encuentren belleza en ellas e, incluso, se hagan poemas.

El firmamento del cielo es, quizás, el mejor lienzo donde podemos ver la belleza, en este caso, de la creación de Dios, aun cuando no podamos entenderla del todo, sólo contemplarla, disfrutarla, admirarla. Para agradecerla.

Cristo de San Juan de la Cruz (Dalí, 1951)

jueves, 1 de mayo de 2014

Multitud


Si hace diez años atrás me hubiesen dicho que en el futuro mi vida sería como ahora es, no daría crédito alguno. Si entonces me hubiesen dicho “vas a pasar tus días buscando más de Dios, asistiendo a una iglesia, leyendo literatura cristiana, compartiendo tu fe”, respondería “imposible”. Si me hubiesen dicho, además, que regresando al Perú, lejos de dedicarme a mi carrera profesional como asunto prioritario, optaría por estudiar en un seminario bíblico, diría “no hay forma”. Y si, además, me hubiesen dicho que viviría durante un buen tiempo sin compañera, sin alguien con quien compartir mis días, mi felicidad, mis sueños, -impensable para mí en esa época- diría “no lo creo”.

Empero, al cabo de diez años, todo eso ha sucedido… Y en medio de ello veo como todo ese cambio me ha reinventado, fortalecido, renovado. Me ha refrescado. Soy yo, pero no soy; soy el que era, pero no como antes; soy el mismo, pero no igual (Gálatas 2:20). Desde que finalmente acepté que no podía vivir ignorando que Dios no sólo era mi creador sino también mi Señor, mi vida ha dado un vuelco sin retorno (Hechos 9:5). ¡He cambiado mi forma de pensar! (Romanos 12:2).

Desde mi adolescencia hasta entrado mis treintas, cambié poco en mi forma de pensar y solía decírmelo a mí mismo. Me enorgullecía de que sea así. Y remarcando esa aparente inmutabilidad de mi pensar y cosmovisión del mundo, me ponía por encima del resto de personas al considerar que el mundo y las personas tenían poco que enseñarme. Con todo, nadie podía ver, ni por asomo, un atisbo de arrogancia en mi persona y, por el contrario, era percibido más bien como alguien que practicaba la humildad (Salmo 139:1-2). Pero el Señor me enseñó que de lo que yo me sentía más orgulloso, es decir, de mis certezas y mi forma de pensar, de mi ver y entender las cosas y, desde luego, de mi inteligencia, eran nada ante la verdad de su Palabra (Filipenses 3:8).

El cambio que he tenido desde que decidí en el 2007 hacer a Dios Señor de mi vida ha sido sustancial. El Señor, a través de su Palabra, ha ido cambiando, paulatinamente, pacientemente y sin parar, mi forma de pensar y hasta mi forma de sentir y amar; y lo continua haciendo hoy (Filipenses 1:6). Hubo un tiempo en que solía querer tener el control de todo en mi vida, calcularlo todo, como en una partida de ajedrez, confiando en mis fuerzas, pero el Señor me enseñó que es Él quien tiene control de todo y que toda mi vida subsiste en él (Colosenses 1:17).

En ese tiempo procuraba, una vez por semana, hacer un alto y alejarme de la multitud, incluso de mis seres queridos, y salir a caminar sólo para reflexionar sobre mi vida, mis sueños, mis relaciones y hasta mis aficiones… Era una forma de oxigenarme de la gente, de mis cargas diarias y continuar. Siempre con mis fuerzas. En esas “escapadas”, Dios solía aparecer en mis pensamientos, pero nunca de la manera que Él lo merecía o de la que yo, sin saberlo, lo necesitaba. Era más bien yo solo, reflexionando sobre lo demás.

Hoy en día, aun viviendo solo, sigo teniendo la misma necesidad, casi cada día, de alejarme aunque sea un instante de la gente, de la cara conocida, del tono de voz familiar, del lugar frecuente, de la multitud… y buscar un lugar para hacerlo, pero esta vez soy consciente que nunca voy solo sino con mi Dios (Salmo 139:7-10). Y busco estar solo (léase Dios y yo), placenteramente solo, para meditar, respirar, ver cosas nuevas, aun en lo ya conocido como el mar, la caída del sol, o el cielo, y hablar en voz alta o cantar desafinadamente, sin preocuparme que nadie me vea o escuche, tan solo bastándome saber que Dios está a mi lado, cuidándome, conmigo, a cada instante; y que, en momentos como esos, ya no importa nada ni nadie porque entonces puedo percibir a mi Dios con aun mayor nitidez y escuchar su voz hablarme, revelándome sus secretos y su amor.