martes, 5 de febrero de 2013

Buscando historietas: incursiones en el Centro de Lima


Las calles del Centro de Lima están estrechamente ligadas a mi afición por las historietas. La primera vez que fui solo al Centro sin permiso de mis padres fue cuando tenía 11 años. Fui a buscar historietas en los vericuetos de aquellas calles estrechas, despintadas, de muros carcomidos y pisos orinados. De borrachines a plena luz del día, zigzagueando entre las calles, de un sinfín de negocios desordenados con avisos mal escritos y llenos de color. Un lugar donde nadie parecía conocer a nadie, pero en el que sentías que habían muchos ojos mirándote.

Tomé un micro –la línea 152, creo, si la memoria no me falla– de Salamanca, mi barrio, al Centro. Viajé con una mezcla de sentimientos de culpabilidad y de emoción de lo que encontraría allá. Era como ir a la Selva, pero no para encontrar hojas de árboles sino hojas de papel, debidamente encuadernadas, con ilustraciones a todo color o en blanco y negro que, sabía, me sumergirían en un universo de ficción el cual, siempre o casi siempre, solía sentir tan real como la vida misma.

A los meses, la práctica de incursionar en el Centro de Lima se me hizo más frecuente. Para entonces, ya había logrado conocer una serie de “huecos” revisteros donde, perdido entre todo tipo de publicaciones, encontraba un oasis de historietas de buen calibre. A veces mis incursiones no me reportaban nada bueno, pero quedaban bien compensadas por otras que, si bien algo infrecuentes, me permitían encontrarme con joyas del Noveno Arte.

Recuerdo el local de Toribio Anyarín sobre el Jr. Puno. Era ése un lugar infaltable para visitar en cada incursión. El 99% de cosas en él no tenía mayor interés para mí, pero el 1% valía toda la pena de pasar un par de horas buscando la aguja en el pajar. En este local compré por lo menos un ciento de historietas de Spider-Man y Conan y, especialmente, de Skorpio Gran Color, –y toda la familia de Ediciones Récord– la revista argentina que me abrió al mundo de una serie de personajes de ficción que valoro tanto, aún hoy en día. Fue un antes y un después en mi adolecencia “historietil”, si cabe el término. Allí empezó un recorrido y búsqueda de nuevos lugares donde comprar cómics. Este local de revistas tenía una sucursal sobre Jr. Chancay, muy cerca de la Universidad Federico Villareal, el cual encontré en una de mis incursiones. Recuerdo, también, el local de “Albión” (creo que así se llamaba) en la esquina de Av. Abancay y Av. Cuzco (entonces, recuerdo, se escribía Cusco con z). Como era un local donde se vendía al por mayor, tenía, literalmente, que rogar para que me dejaran entrar. Un niño, era evidente, no iba a comprar al por mayor. Pasaba horas mirando revistas, una por una, hasta encontrar una historieta que valiera la pena. Habían otros locales sobre Av. Cuzco, Av. La Colmena y las calles aledañas que fueron mudándose de lugar en lugar a través del tiempo y terminaron perdidos en el tiempo. 

Al lado del Parque Universitario estaba el Jr. Cotabambas donde ocurría algo bastante singular: sobre este Jirón, transversal al Parque Universitario, uno podía encontrar una serie de puestos de alquiler de historietas y revistas, debidamente cubierto del sol y con una fila de bancas donde los transeúntes podían descansar mientras leían una historieta o revista. Difícilmente compraba algo: no quería alquilarlas, ¡quería llevarlas todas conmigo!. Es indescriptible la sensación que tenía de ver frente a mí tanta historieta que no podía comprar, y no sólo por la falta de dinero, que en sí era ya una restricción suficiente, sino porque había muchos números que ya no se editaban.

Tampoco faltaban las librerías como punto de destino Entre ellas, recuerdo especialmente “El Caballo Rojo”, que estaba sobre la Avenida Colmena, cerca al Parque Universitario. En esta librería, un oasis historietil en todo Lima, compré mi primera historieta de “Paracuellos del Jaramá”, “Koolau el Leproso”, “Erase una vez en el Futuro” y tantas otras genialidades de Giménez, uno de mis ídolos del cómic. Allí conocí, también, el arte de Alfonso Font y, sobre todo, de Moebious. Había, también, un viejo local de “Librerías La Familia” sobre la Av. Tacna en la cual compré mis “10 años con Mafalda” cuando tenía 11 o 12 años edad. Fue una compra extraordinaria, una excelente inversión que me acompañó durante años y a la que cuidé con celo extremo.

Con el tiempo, mis incursiones se hicieron poco recuentes. Habiendo dejado mi niñez atrás, me encontraba, como es natural, ocupado en diversas cosas y con menos tiempo para la búsqueda y lectura de cómics (aunque mi amor por las historietas se ha preservado intacto). Hacía incursiones más selectivas. Aunque no estaba o yo no conocía si tenía un local en el Centro, la librería "El Virrey" que quedaba en el distrito de San Isidro, sobre la calle Dasso, fue uno de los lugares que mejor oferta de historietas tenía. Recuerdo una vez que, saliendo de trabajar, me fui a "El Virrey" en búsqueda de alguna historieta o libro. Con gran alegría descubrí que acababa de llegar una excelente colección de “El Corto Maltés”, personaje que para entonces había convertido en mi héroe de ficción favorito. Compré todo lo que pude comprar de El Corto. El vendedor parecía muy feliz de la venta y definitivamente algo asombrado. Para mi sorpresa, a los pocos días salió una nota en el diario “El Comercio” en la cual entrevistaban a sus dueños o administradores, quienes decían algo así como “A veces, han venido personas y han comprado de una sola vez toda una colección de El Corto Maltés”. Sabía que, muy probablemente, era yo esa persona. Me causó agrado.

Los tiempos han cambiado. Los mejores lugares para comprar historietas en Lima ya no están en los “huecos” revisteros del Centro, sino en las librerías, empezando por Contracultura, El Virrey e Ibero Librerías. Hace poco tuve que ir al Centro para una reunión de trabajo. Al terminar cerca de las 6 de la tarde, decidí recorrer aquellos viejos sitios por donde solía caminar en búsqueda de historietas, como ahora suelo hacerlo, cada par de años. Ya no contaba con todo el tiempo del mundo para quedarme a buscar entre tantas revistas algo que llamase mi atención y sabía que, tampoco, había tan buena oferta de cómics como antaño, pero disfruté mucho recorriendo aquellas calles en búsqueda de sitios, muchos de ellos desaparecidos, y hacer un repaso en mi memoria sobre detalles y momentos que, cuando niño y adolescente, solían hacerme enormemente feliz. Inexpresablemente feliz.